Desde que decidí participar en esta llamamiento a escribir sobre CONVIVENCIA he estado dando vueltas al enfoque de mi texto, han pasado cosas, las expulsiones de gitanos en Francia, el pseudo-golpe en Ecuador, la huelga general en España, los debates taurinos y muchos otros eventos de resonancia que ponían encima de la mesa la quiebra de la convivencia. Puesto que muchos bloggers estamos hoy en esta tarea es altamente probable que todos éstos y muchos otros temas que mi saturada memoria me ha escamoteado sean mencionados para recordarnos cuan frágil es la convivencia de los seres humanos. También en estos últimos días, casi por casualidad, me he visto inmersa en el competitivo mundo universitario y de la investigación, competitivo no por necesidad, sino por la incapacidad de muchos de los miembros de la comunidad científica de levantar la vista un poco más allá de sus mesas de laboratorio o sus papeles para darse cuenta de que la sociedad espera de ellos cosas que están muy lejos de apuñalar a su colega de al lado.
Así que llegados a este punto decido no hablar de los que no conviven en armonía, de los que teniendo en sus manos las herramientas para lograr un mundo mejor (políticos, sindicalistas, militares, científicos) se pierden en zancadillas mezquinas o grandes sabotajes, he decidido que voy a hablar de verdad de convivencia, de las claves para hacer más fácil la vida de otros en un círculo pequeño, si, pero que se extiende como una pequeña manchita de aceite de armonía que impregna a todos los que la disfrutan.
Mis padres tienen 73 y 69 años respectivamente y llevan casados 49 años. Mis suegros tienen 83 y 80 y llevan casados 58. Sin más comentarios son sendos ejemplos de convivencia, además puedo asegurar que su relación es en ambos casos de las que te hacen envidiarles y preguntarte ¿como lo han logrado?. Mi marido y yo llevamos 24 años casados y mis hermanos y cuñados también llevan con sus parejas la parte de su vida que les ha tocado pero, y esto es lo que me parece relevante, no hay ni una sola pareja rota en la familia. ¿Es que la capacidad de convivir larga y armónicamente es hereditaria? Yo creo que si y tengo mis argumentos. No creo que haya un gen de la convivencia (una pena, hoy día la farmacopea capaz de milagros gracias a la genética podría lograr la "píldora de la paz" o la "prótesis pacíficante") pero si una educación de la convivencia. Y además es claramente dominante, con esto quiero decir que incluso personas que no han recibido esa educación pueden acomodarse a una convivencia armónica si se ven inmersas en el entorno adecuado.
¿Qué tiene mi familia que no tengan otras? ¿Qué hace que prácticamente todos los domingos nos reunamos en casa de mis padres hermanos, cuñados, sobrinos y pasemos dos horas de amable tertulia sobre lo divino y lo humano sin roces no exabruptos? ¿Cuales son las claves para que,a diferencia de lo que muchas otras familias confiesan, nuestras reuniones navideñas nos dejen a todos un delicioso sabor de boca (tenemos grandes habilidades culinarias en unos y otros) no solo en sentido literal sino, mucho más importante, en sentido figurado? Yo creo que, a pesar de que suene a simplificación, todo se resume en una palabra: generosidad. Generosidad entendida no en un sentido material sino en un sentido amplio, una vocación de dar cosas buenas, buenos momentos, de estar dispuesto a pequeños esfuerzos (en realidad siempre son pequeños) para que otro se sienta bien, un halago, un abrazo, ceder un determinado asiento, pasar el plato del queso, prestar un libro o un disco, ayudar en alguna dificultad, compartir tareas... Todo esto que nos parece trivial entre padres e hijos pequeños o entre los miembros de una pareja es perfectamente extensible al resto de miembros de una familia, a un pequeños grupo de vecinos o socios de un club, a los compañeros de trabajo. Es obvio que no todos desplegamos esa generosidad en la misma extensión, pero el mero hecho de agradecer lo que se nos ofrece ya es un ladrillo más en el edificio de la armonía. Y cuando hay que decir lo negativo, que siempre puede haberlo, especialmente en las relaciones padre-hijo, de nuevo la generosidad es quien nos hace limar asperezas, evitar comentarios vejatorios, centrarnos en las acciones y no en los calificativos (lo que está mal es LO QUE HACES y nunca LO QUE ERES), dejar claro que el afecto se mantiene por encima de las acciones.
¿Y es todo ello tan difícil? Lamentablemente las pruebas nos dicen que debe serlo. ¿Nos imaginamos a Netanyahu ofreciendo voluntariamente sin haber recibido ninguna presión el cese de los asentamientos? ¿Nos imaginamos a Hamas dejando las armas solo para que se pueda negociar sin presiones? Y ese es un ejemplo de alto contenido conflictivo. Cosas más fáciles como evitar hablar en la misma frase del Sr. Gómez y la Srta. Trini tampoco se evitan ¿qué necesidad hay de decir cosas hirientes que no llevan a ningún sitio? ¿Por qué echamos leña al fuego de los conflictos? Yo no soy un modelo de virtud, muchas veces me he descubierto a mi misma vertiendo veneno sobre alguien o algo, procuro evitarlo pero a veces no controlamos el 100% de nuestras acciones, a cambio en esas ocasiones me queda un malestar que suele impedirme dormir varias noches.
La generosidad no debe llevarnos a alienarnos en favor de los otros sino a compartir lo que podemos y agradecer lo que recibimos, a respetar a los demás sencillamente por el hecho de que no tengo derecho a no hacerlo. Si todos actuáramos así en un porcentaje significativo de nuestras acciones cotidianas la vida sería más agradable y el mundo un lugar mejor para vivir, para CONVIVIR.
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